miércoles, 24 de septiembre de 2008

Homilía Para La Misa En Honor A Nuestra Señora De La Merced

Homilía Para La Misa En Honor A Nuestra Señora De La Merced

Corrientes, 24 de septiembre de 2008

1. Hoy concluimos la Novena en honor a la Santísima Virgen María, a quien invocamos con el dulce título de Nuestra Señora de la Merced, patrona de nuestra ciudad y de sus alrededores, y a quien “Corrientes, la invicta postrada, con la Patria querida a sus pies, quiere renovar la solemne promesa jurada”, como le cantan sus devotos a lo largo de los siglos.

2. En efecto, el primer juramento solemne a Nuestra Señora de la Merced, lo realizó el Cabildo en 1660, nombrándola patrona de la ciudad y su contorno. Las actas del tiempo atestiguan que esa elección fue hecha por voluntad del pueblo y las autoridades civiles. Esa elección volvió a ratificarse por insistencia de la población en dos ocasiones más: en 1789 y en 1858. Después de la Revolución de Mayo, el Cabildo vuelve a jurarla como Patrona en 1813 y luego en 1816. Finalmente, al cumplirse el tercer centenario del primer juramento, la Legislatura Provincial sanciona la Ley, por la cual reconoce a Nuestra Señora de la Merced “Patrona de la ciudad y sus contornos, quedando la obligación de este gobierno de celebrarla cada año solemnemente”.

3. Eso es precisamente lo que queremos hacer hoy: renovar nuestra fidelidad, jurarla de nuevo, consagrarnos a ella. Este acto de fidelidad compromete la vida entera de cada persona y a todas las personas: pueblo y autoridades. Jurarla significa obedecerla hasta las últimas consecuencias. Pero para obedecerla, hay que estar cerca, conocerla, hacer como el discípulo del Evangelio: recibirla en su casa. Ella, perfecta discípula, nos conduce a Jesús y nos enseña a ser discípulos. En esta devota familiaridad con ella, escuchamos su mandato que nos dice: “hagan lo que él les diga”. Discípulo es aquel que escucha, acoge y es fiel a la palabra de Dios. Ser fiel es “hacerle caso” y vivir de acuerdo a los valores del Evangelio tanto en la vida privada, como en la función pública. Ese mandato de fidelidad que renovamos hoy, nos invita a levantar nuestra mirada hacia la cruz de su Hijo, donde la vida y el amor celebran su definitiva victoria sobre el pecado y la muerte. Allí está la fuente de nuestra merced, la liberación de todos los males, allí encontramos el Camino, la Verdad y la Vida.

4. Mientras renovamos la promesa jurada a Nuestra Señora de la Merced, sentimos una profunda alegría, porque reconocemos que no hay merced más grande que conocer a su Hijo Jesús. No se trata de una emoción pasajera, sino de una convicción profunda que se apoya en la certeza de la fe, por la que sabemos que el amor de Dios se nos ha revelado en Cristo y que él nos ha invitado a ser sus amigos. María de la Merced, ¡enséñanos, a ser sus discípulos y misioneros!, como tantas veces te lo pedimos durante esta novena. Renovarnos juntos en el encuentro con Jesucristo y revitalizar el Evangelio, tan arraigado en nuestra historia, es el mejor regalo, que podemos recibir como Iglesia, que camina hacia el Centenario de su fundación.

5. La existencia de nuestro pueblo fue posible gracias a la “merced” de María, valga la redundancia: porque merced es gracia, y la merced más grande que podemos recibir, es precisamente la vida de Dios. Y lo peor que nos puede pasar es olvidar que la vida es un don y no una propiedad, es “merced” de Dios, que nos creó a su imagen y nos rescató del pecado y de la muerte por Jesucristo, al alto precio de la cruz. Cuando se olvida que la vida es merced de Dios, ya no hay a quién serle fiel. La ausencia de fidelidad permite sólo acuerdos pasajeros entre soledades sin proximidad. Por eso, una sociedad sin Dios, es una sociedad de hombres solitarios, egoístas y agresivos. Nuestros antepasados intuyeron ese peligro, por eso se preocuparon en reiterar su juramento, convencidos de que la fe en Dios es también una cuestión de estado y que, al mismo tiempo, es fundamento de la libertad y condición esencial para un desarrollo equitativo y justo de la sociedad. Porque el Dios cristiano no es un Dios lejano y solitario. Es Jesucristo, el Hijo de Dios, que se hizo carne en María, cercano y hermano de todos los hombres y mujeres. En ella, la Virgen hecha Iglesia, junto a la cruz, somos engendrados, ya no como individuos aislados, sino como pueblo de Dios, hermanos y hermanas en Jesús y con él hijos de Dios.

6. Nuestra historia, como la de muchos pueblos del continente americano, se construyó en torno a la Madre de Dios, junto a la Cruz de su Hijo Jesucristo. A ellos debemos volver para reencontrarnos con nosotros mismos, para saber quiénes somos y cuáles son los valores que configuran nuestra identidad e inspiran nuestra misión. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad, no advierte el Papa Benedicto XVI.
7. La turbulencia cultural que vivimos en estos tiempos, nos crea una sensación de inestabilidad en todos los órdenes de la vida. Se generaliza cada vez más el pensamiento que considera que “no hay nada definitivo y que deja como última medida el propio yo y sus caprichos”, y así se destruyen peligrosamente valores fundamentales e imprescindibles para una convivencia sana en la sociedad. Ante todo, el valor absoluto de la persona humana, creado varón y mujer, imagen de Dios, en relación complementaria e iguales en su dignidad. De allí se desprende el valor eterno de la vida humana, el deber de transmitirla, la grave responsabilidad que tenemos de cuidarla, defenderla y promoverla, sobre todo, de la violencia estructural, que golpea a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, como son los pobres. ¡Qué tristeza sentimos al ver que se construyen casinos, donde los pobres sacrifican sus vidas en el altar del juego! ¡Qué dolor provoca ver a los jóvenes, expuestos a la droga y al alcohol, víctimas de la inmadurez e irresponsabilidad algunos adultos, ante una sociedad que no termina de hacerse cargo de este flagelo! A esto se suma la violencia que legitima la eliminación de la vida del niño por nacer. ¡Atención!, como la violencia engendra violencia, mañana se irá por más.
8. La vida humana, sobre todo allí donde está más amenazada y donde menos recursos tiene para defenderse, es un valor que nuestra cultura nunca ha negociado. Hoy la debemos cuidar, defender y promover, como el don más sagrado que recibimos de Dios. La familia, constituida por el padre, la madre y los hijos, que se extiende y abraza a los abuelos, es fuente de valores humanos y cívicos, hogar en el que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente; es el lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad y cuna de la vida y del amor, como nos recordó el Papa Juan Pablo II. En medio de muchas dificultades, negaciones e infidelidades, queremos reconocer la tarea de muchas mujeres, varones, jóvenes y adultos, que viven y caminan con nosotros, de numerosas asociaciones y grupos, sin distinción de credos, que trabajan con una entrega verdaderamente heroica para auxiliar a los más necesitados. Ellos son entre nosotros signos de fidelidad a la promesa jurada y consoladora presencia de la bondad de nuestro Dios.
9. Por eso, mientras contemplamos a la Madre de Dios, bajo la cálida y familiar advocación de Nuestra Señora de la Merced, reconocemos agradecidos el don de la vida, de la familia, de las instituciones y de nuestra historia; en ella siempre encontramos amparo frente al peligro, consuelo en el dolor y fortaleza en la esperanza. A ella recurrimos, como lo hemos hecho tantas veces, suplicando que nos enseñe a tener la sabiduría del discípulo y la audacia del misionero de Jesucristo, que sabe que con él hay luz, hay esperanza, hay amor y hay futuro”. Amén.


Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes




No hay comentarios: