jueves, 1 de mayo de 2008

La Droga Y Los Jóvenes - José María Poirier

La droga y los jóvenes

Buenos Aires / Temas – "Si nos dejamos ganar por la droga perdemos libertad y plenitud, porque toda adicción es una forma de esclavitud, lo contrario de la felicidad", sintetiza monseñor Jorge Lozano, obispo de Gualeguaychú, en diálogo con Ciudad Nueva, cuando en nuestro país se debate sobre la despenalización del consumo. Y agrega: "La ley cumple un papel punitivo y tiene también un valor de propuesta, de modelo. La despenalización podría conducir a una especie de justificación de las conductas adictivas. Otras cuestiones son cómo ayudar a los jóvenes a salir de la droga, y aprender a no tratar como delincuentes a quienes sufren el drama del consumo y la adicción. Pero la despenalización puede ser un gol en contra".

Jorge Lozano es un hombre sereno y profundo, preocupado e interesado por los múltiples problemas que aquejan a la gente hoy. Se desempeña como responsable del área de Laicos Constructores de la Sociedad, dependiente del Departamento de Justicia y Solidaridad del Consejo Episcopal Latinoamericano. Enseguida aclara que no es un experto en el tema droga, pero que la acción pastoral y la urgencia de acompañar a los demás lo llevan a tratar con mucha gente y de ese contacto cotidiano nacen algunas reflexiones.

¿Qué lleva a los chicos y adolescentes hoy a la droga?

Las ganas de "sentirse bien", cuando no la desesperación por limitar el hambre y el frío en la calle. Chicos que deambulan por nuestras ciudades e inhalan pegamento; adolescentes que tratan de desinhibirse en el círculo vicioso del sábado por la noche, donde para ser aceptados o por temor a defraudar sexualmente mezclan alcohol, drogas y viagra. En algunas zonas urbanas y suburbanas es mayor el consumo de estimulantes sexuales en adolescentes que en gente adulta.

Usted se ha referido al "paco" en más de una ocasión, inclusive en medios periodísticos.

Es un tema gravísimo. Es la "droga-basura", lo que sobra de la elaboración de la cocaína, lo que se barre del suelo, a lo que se le agregan otras cosas, lo más barato, lo más letal, y que hace estragos entre los chicos más pobres. Incluso no hay gasto de transporte, no implica traslado, se vende en las mismas "cocinas". La Argentina tiene uno de los índices de consumo más altos de América Latina.

Esto lleva replantearse las complicidades que la droga implica.

La complicidad existe y no es un fenómeno de ahora, sino que lleva años. Si la gente que camina las calles sabe dónde se vende droga, ¿cómo no lo van a saber las autoridades? Hay complicidad policial y política. La droga mueve mucho dinero. Mucha gente no quiere hacer denuncias porque cuando llegan las autoridades los implicados ya fueron advertidos. Un negocio que explica el fenómeno del lavado de dinero en el fútbol y el boom inmobiliario.

¿Qué pueden hacer la Iglesia, o las Iglesias, las comunidades religiosas?

El problema tiene diferentes niveles. Perseguir a las mafias es tarea del Estado. La droga, junto con el negocio de las armas y la trata de personas, es hoy uno de los grandes males del mundo. Las comunidades religiosas pueden colaborar en la prevención y en el acompañamiento en los grupos de recuperación, pero sobre todo en lo que hace al sentido mismo de la vida. Con cada joven que se decide a probar la droga somos muchos los que fracasamos: la familia, la escuela, la parroquia, el grupo juvenil... la sociedad toda. Lo que podemos ofrecer son espacios de contención y de diálogo. Muchos jóvenes van a la droga después de sufrir experiencias de profunda soledad e incomunicación. Los chicos reclaman. Tenemos que multiplicar y mejorar los espacios familiares, educativos y religiosos donde los chicos puedan expresarse, brindar sus relatos, decir lo que les pasa. No es fácil: muchos jóvenes no saben decir qué sienten, qué piensan, qué viven, necesitan que se los escuche largamente. Creo que en las familias uno de los momentos más importantes es cuando los chicos vuelven el domingo por la mañana después de haber pasado la noche con sus amigos. Encontrar lugares y momentos donde comunicar la angustia y la soledad. Necesitan, además, espacios de certeza. Hoy a los jóvenes no les dice nada el pasado y no vislumbran un futuro: viven en la angustia del presente sin horizontes. La falta de certezas se da en lo laboral, en el estudio, en lo afectivo. Tendríamos que hacerles saber que Dios nos ama, que la vida de ellos no es una molestia para nosotros, sino una alegría. Demostrarles que el amor es posible.

¿Por qué insiste en que se debe encontrar el sentido de la vida?

Porque en muchas experiencias de adicción aparece la vida como inseguridad, como miedo, como incapacidad de apertura, como angustia. La droga se presenta como un bastón ilusorio donde apoyarse. Recuerdo que Juan Pablo II decía que la droga aparece como un rayo en la noche, pero en una noche tormentosa. Y Benedicto XVI les decía a los jóvenes en Brasil que a lo que más se teme es a una vida sin sentido. La droga es sinónimo de muerte. Hay que apostar a la vida. Despertar grandes ideales y anhelos profundos, no aceptar la fragmentación de la existencia, no aceptar que todo lo afectivo se reduzca a relaciones emotivamente intensas pero fugaces, no aceptar como única verdad el día a día, como si careciéramos de historia y de proyección. El sentido de la vida tiene que ver con las relaciones verdaderas, con el tiempo y las fuerzas que estamos dispuestos a brindar a los demás. El sentido de la vida tenemos que ir descubriéndolo juntos, en un vínculo de amor recíproco.

_____________________________________

José María Poirier – Director Revista Criterio.

martes, 29 de abril de 2008

Comensalidad: Rehacer La Humanidad


Comensalidad significa comer y beber juntos alrededor de la misma mesa. Ésta es una de las referencias más ancestrales de la familiaridad humana, pues en ella se hacen y se rehacen continuamente las relaciones que sostienen la familia.

La mesa, antes que a un mueble, remite a una experiencia existencial y a un rito. Es el lugar privilegiado de la familia, de la comunión y de la hermandad. En ella se comparte el alimento y con él se comunica la alegría de encontrarse, el bienestar sin disimulos, la comunión directa que se traduce en los comentarios sin ceremonia de los hechos cotidianos, en las opiniones sin censura de los acontecimientos de la crónica local, nacional e internacional.

Los alimentos son algo más que cosas materiales. Son sacramentos de encuentro y de comunión. El alimento es apreciado y es objeto de comentarios. La mayor alegría de la madre o de quien cocina es notar la satisfacción de los comensales.

Pero debemos reconocer que la mesa es también lugar de tensiones y de conflictos familiares, donde las cosas se discuten abiertamente, se explicitan las diferencias y pueden establecerse acuerdos, donde existen también silencios perturbadores que revelan todo un malestar colectivo. La cultura contemporánea ha modificado de tal forma la lógica del tiempo cotidiano en función del trabajo y de la productividad que ha debilitado la referencia simbólica de la mesa. Ésta ha quedado reservada para los domingos o para los momentos especiales, de fiesta o de aniversario, cuando los familiares y amigos se encuentran. Pero, por regla general, ha dejado de ser el punto de convergencia permanente de la familia. La mesa familiar ha sido sustituida lamentablemente por el fast food, comida rápida que sólo hace posible la nutrición, pero no la comensalidad.

La comensalidad es tan central que está ligada a la propia esencia del ser humano en cuanto humano. Hace siete millones de años habría comenzado la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos, a partir de un ancestro común. La especificidad del ser humano surgió de forma misteriosa y de difícil reconstrucción histórica. Sin embargo, etnobiólogos y arqueólogos llaman nuestra atención sobre un hecho singular: cuando nuestros antepasados antropoides salían a recolectar frutos, semillas, caza y peces no comían individualmente lo que conseguían reunir. Tomaban los alimentos y los llevaban al grupo. Y ahí practicaban la comensalidad: distribuían los alimentos entre ellos y los comían grupal y comunitariamente.

Así, la comensalidad, que supone la solidaridad y la cooperación de unos con otros, permitió el primer salto de la animalidad en dirección a la humanidad. Fue sólo un primerísimo paso, pero decisivo, porque le cupo inaugurar la característica básica de la especie humana, diferente de otras especies complejas (entre los chimpancés y nosotros hay solamente un 1,6% de diferencia genética): la comensalidad, la solidaridad y la cooperación en el acto de comer. Y esa pequeña diferencia marca toda la diferencia.

Esa comensalidad que ayer nos hizo humanos, continúa todavía hoy haciéndonos siempre de nuevo humanos. Por eso, importa reservar tiempos para la mesa en su sentido pleno de la comensalidad y de la conversación libre y desinteresada. Ella es una de las fuentes permanentes de renovación de la humanidad hoy globalmente anémica.

Leonardo Boff